jueves, 3 de abril de 2014

LA IMPORTANCIA DE ASUMIR NUESTRA RESPONSABILIDAD, por NURIA MARTÍN.

Entendiendo por causas el origen generador de un hecho, podemos pensar positivamente que conocer las causas de un hecho determinado (como el exceso de colesterol) nos da más conocimiento sobre cómo controlar ese hecho (por dieta, fármacos, ejercicio…). Así, ante un dolor, siempre buscamos saber qué lo causa para poder conocer mejor qué lo puede aliviar y/o evitar. Por ejemplo, cuando me diagnostican alergia a la lactosa, sé qué no debo tomar si no quiero sufrir y qué debo hacer para disminuir los síntomas en caso de reacción.

Ahora bien, también tenemos otros mecanismos para minimizar el dolor a corto plazo, tanto físico como emocional, son los llamados “mecanismos de defensa”, entre los cuales encontramos negar lo que nos está pasando, quitarle importancia, racionalizar o, dicho de otra forma, buscar excusas para convencernos de que “en realidad, estoy mejor que nunca”… Casi todos podemos recordar una situación conflictiva o dolorosa en que nuestra reacción ha sido seguir como si nada hubiera ocurrido o, por lo menos, como si a mi no me afectara. Así podemos reducir la sensación dolorosa ni que sea un instante, pero, si insistimos en usar los mecanismos de defensa de forma constante, evitamos enfrentarnos a lo que ocurre e impedimos llegar a una solución más adaptativa a largo plazo.

El caso de Carla

Carla tiene 35 años y vive con su pareja y su hijo de 5 años. Trabaja como administrativa en una empresa de transportes desde hace 9 años. Según ella, siempre se ha sentido “llevada por la vida”, como sin poder decidir nada. Explica que tiene enfados muy fuertes cuando las cosas no salen como ella espera y que, cuando se le pasa, se siente hundida porque cree, realmente, que ella no puede hacer nada. En el trabajo está siempre peleándose con sus compañeros, que se equivocan o, peor aún, hacen que ella se equivoque. En casa siente que su pareja no hace todo lo que debería ni como debería, y con respecto a su hijo, a menudo quiere hablar con la maestra porque cree que no hace bien su tarea y ello comporta que el niño no le haga caso en casa. El resultado para Carla es una irritación constante que no puede controlar porque “todo va mal y nadie hace nada”.

Observamos que Carla suele centrar su atención en los fallos de los demás. Si Carla tiene la idea de que su sufrimiento tiene la causa en que “todo el mundo hace mal su trabajo”, es lógico llegar a la conclusión que si los culpables son los demás, son estos los que deben hacer algo al respecto. Si no lo hacen, a Carla sólo le queda sufrir. Se siente impotente y enfadada con todo el mundo. En ningún momento se plantea si ella tiene algo que ver con su malestar: “¡Pues claro que no!”

Es importante no confundir el cómo nos sentimos con la valoración que hacemos de cómo nos sentimos. Para Carla, estar enfadada con todos tiene sentido desde su idea de que “si las cosas se hacen mal, te tienes que enfadar, no puede ser de otra forma”. A pesar de esto, empieza a darse cuenta de que, por más justificado que crea su enfado, los demás empiezan a estar cansados y/o enfadados con ella por su actitud. En casa, su pareja sigue intentando hacer las cosas como ella quiere sin acertar (“¡es que no aprende!”), la maestra limita las citas con ella (“¡es una impresentable!”) y en el trabajo algunos compañeros se ríen (“¡pasan de todo!”), otros no dicen nada (“pero tampoco se esfuerzan más”) y una ha llegado a encararse con ella para recriminarle “que se preocupe de sus propios fallos, que también los tiene, y nadie le va con esos humos”.

Por su parte, cuando ve que la reacción de los demás a su enfado no es la que ella espera (“que reaccionen y se pongan las pilas”), entra en el desánimo y la decepción de no poder cambiar nada, pero también empieza a plantearse la posibilidad de otro tipo de reacción por su parte. Ha intentado pasar de todo (“si los que tienen la culpa no hacen nada, ¿por qué me tengo que preocupar yo?). 

También ha intentado aumentar el nivel de exigencia hacia lo que los demás deben corregir: ha llegado a amenazar a su pareja con dejarla si no cambia, ha pedido cita con la directora de la escuela para hablar de su hijo, se ha quejado de sus compañeros al jefe… pero, si algo ha cambiado, ha sido para ir a peor.

Reconoce que, cuando está enfadada (en la rabia), se siente fuerte y con razón y, al principio, le gusta. En cambio, cuando está desanimada (en la tristeza), se siente aturdida y no entiende cómo el otro no ve que la hace sufrir con su conducta. En este momento, planteamos la posibilidad de que su forma de enfocar su sufrimiento (siempre es culpa de los demás) pueda ser una de las causas de mantenerse en el enfado y llegar a la impotencia.

Mirar hacia dentro

Empezando a centrarse en ella misma, concretando sus propias actuaciones (amenazar, quejarse…) y pensamientos (“debo enfadarme para que se den cuenta del error”), en determinados momentos, va descubriendo cómo ello influye en lo que siente mucho más allá de lo que el otro haya podido hacer mal.

Detecta que está centrada en vigilar a los demás porque cree que son los responsables de que el mundo no funcione como es debido. Además, la creencia de que ante cualquier error debe estar enfadada hace que ella decida permanecer en este cansadísimo estado emocional, tanto para ella como para los demás “porque, si no, sería ceder y dar la razón al otro cuando no la tiene”. Empieza a darse cuenta de cómo esa vigilancia no le deja tiempo para cuidarse, descansar, jugar con su hijo, hablar con su pareja de forma relajada, relacionarse fuera del trabajo con alguna compañera con la que le gustaría… El hecho de culpar a los demás de lo malo le hacía sentir alejada de su posible culpa y, aparentemente, sufrir menos, pero también la alejaba de la “posibilidad de hacerse cargo de su responsabilidad con respecto a las causas tanto de su sufrimiento como de su felicidad.

Carla aceptó que su primer impulso era ver el error del otro y que no siempre la mejor forma de afrontarlo era enfadándose y recriminándole. Aprendió que debía recordar a menudo darse un tiempo para poder verse a ella misma en la situación y reconocer qué parte del problema y/o solución estaba en sus manos.

Evolución

El mero hecho de concederse un tiempo para pensar de otra forma sobre lo que ocurría hizo que no “explotara quejándose” tan a menudo. Ante esto observó que los demás también reaccionaban de otra forma, aunque no siempre como ella esperaba. En unos meses empezó a valorar su propio estado de ánimo como menos irritado, toleraba mucho mejor que los demás no hicieran las cosas como ella quería.

En el trabajo intentaba centrarse en su parte y cuando tenía alguna queja, primero se planteaba con quién debía hablar y qué le decía su experiencia sobre el posible resultado: si era importante para su trabajo, si lo podía plantear como petición (no queja), si la persona implicada era de escuchar… luego, decidía y revisaba el resultado para aprender algo más sobre sus compañeros.

Con la profesora de su hijo se planteó revisar todo lo que habían hablado desde las primeras reuniones y centrarse en observar a su hijo en casa y a sus propias reacciones con él. No fue nada fácil aceptar que, muchas veces, cuando su hijo hacía algo que la enfadaba, culpar a la maestra la había dejado en situación de no intervenir y eso llevaba al niño a no tener límites claros con ella y faltarle al respeto cada vez más.

En cuanto a la pareja, el trabajo consistió en valorar las cosas positivas que sí hacía y ella podía reconocer, valorar las diferencias y qué aportaban a la relación… aceptar que, a menudo, cuando estamos ofuscados, pretendemos que la pareja sea una extensión de nosotros mismos y llegue donde nosotros queremos y no podemos.

Una vez que aprendemos a darnos cuenta de cómo ocurre aquello que queremos evitar podemos empezar a proponernos pequeños cambios, revisar a dónde nos llevan y decidir si insistimos o probamos otra cosa. Lo importante es no olvidar que podemos cambiar nuestra actitud o seguir instalados en la queja y culpar al otro.

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