¿Por qué escalar montañas?. George Mallory, uno de los más grandes escaladores de principios del siglo pasado, dio una respuesta sencilla y acertada: “Porque están ahí”.
En cuanto las obligaciones familiares y profesionales nos lo permiten, nos ponemos las botas, metemos cuatro cosas en la mochila, y nos vamos a la montaña. No hacen falta grandes proyectos de aventura, ni grandes expediciones, todos tenemos una montaña más o menos cerca de casa.
Todo empieza con un ejercicio de sencillez y adaptación, cuando hemos de prescindir de lo accesorio, del móvil sin cobertura, alejarnos de nuestra zona de confort, y de todo aquello que pesa demasiado y lastra nuestro caminar. A la montaña hay que ir ligero de equipaje, lo superfluo se queda en casa.
Mientras caminamos, el reloj del tiempo se para, todo va a otro ritmo, el ritmo que marca el terreno y la condición física. Las dificultades, vistas de cerca, pueden ser vencidas, por ello la montaña modela el carácter. Aquí no hay ganadores, ni medallas, ni lisonjas, el reto es personal, y la victoria compartida con los compañeros de viaje.
Este esfuerzo individual obliga a la introspección, al autoconocimiento, a una revisión de tus actos, y de tus pensamientos. Los pies, uno tras otro, van solos, y durante ese esfuerzo, la mente está libre, alejada del devenir cotidiano de la ciudad, con sus urgencias y su tecnología, con sus deberes y obligaciones… y si es un esfuerzo compartido, se forma el entorno adecuado para conocer a las personas, para hacer amigos. Todos somos más auténticos y solidarios en el esfuerzo y en las dificultades.
Es necesaria disciplina, saber decir no en determinados momentos, a un paso arriesgado, o a unas condiciones meteorológicas adversas, y a medir las fuerzas conociendo las limitaciones físicas de nuestro cuerpo. El pensamiento estratégico y la capacidad organizativa han formar parte del equipaje.
Y en la inmensidad del paisaje que se contempla desde la cumbre, en la grandeza de esa naturaleza lejos de la civilización, nos sentimos como una ínfima partícula, parte integrante de la naturaleza, tan insignificantes, y al mismo tiempo, tan grandes por esa sensación de conquista, tan humana, que forma parte de nuestro ADN, desde nuestros primeros antepasados, movidos por la curiosidad de ver y conocer.
La montaña es también una terapia ante las dificultades de la vida. Durante una ascensión, por pequeña que ésta sea, se pone en marcha nuestro hemisferio derecho del cerebro, especializado en sensaciones (la intuición, la creatividad y el pensamiento figurado), ponemos distancia al problema, y al poner un espacio real con la cotidianidad, nos permitimos abordar los problemas de forma más creativa, y en definitiva, encontrar una solución en la que a priori no habíamos pensado. Este proceso mental sirve también para tomar decisiones importantes, despojándonos de lo accesorio.
Es sabido que el logro personal mejora la autoestima, y, tras hacer cumbre y contemplar el paisaje, con las fuerzas mermadas, es necesario retornar al punto de partida, volver a las obligaciones diarias. Esa vuelta, forma parte también de la experiencia.
No conozco montañeros pesimistas, ¡los pesimistas se quedan en casa!. La montaña, la naturaleza en general, transmiten pasión por la vida, y en ella, por alguna razón que trato de desentrañar, se genera confianza en uno mismo y se doman los sentimientos más destructivos.
Y al cabo de un tiempo, nos prometemos volver, otra ruta, otra montaña, y disfrutar,… sí, disfrutar del esfuerzo, de los retos conseguidos, y fundamentalmente, tomar conciencia del hecho de existir.
“¿Quién puede ascender, y callar luego?”
Arthur Schopenhauer
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