Leo sobre motivación, sobre
implicación, sobre los factores que nos hacen dar el 120% a un equipo, a una
empresa, listas enteras de lo que nos hace quedarnos o irnos… Y me doy cuenta
de que, al final, es todo una cuestión de valores.
Si compartimos los valores de
nuestros jefes, las decisiones que estos tomen nos parecerán adecuadas,
sentiremos que aportamos y que construimos y daremos lo mejor de nosotros
mismos para conseguir sus objetivos, que serán también los nuestros.
Si por el contrario, este alineamiento
entre los valores de aquellos que nos marcan el paso y los nuestros no se
produce, antes o después llegará el conflicto.
Los principios podrán ser bonitos.
A todos nos motivan los retos, nos gusta aprender y crecer como profesionales. Formar
parte de un nuevo equipo, mostrar lo que somos capaces de hacer y absorber
todas las novedades, disfrutar de nuevos estímulos… Al principio siempre hay
chispa. Al principio todos (o casi todos) nos enamoramos.
Pero el tiempo pasa, la ilusión
inicial se pierde y la convivencia es dura. Hace mella. Es el momento de
confiar en el otro, confiar en aquel que decide hacia donde hay que remar. Y si
esa decisión se toma bajo valores que no son los nuestros, surgirá una
disyuntiva: ¿remamos en la dirección en que nos dicen que lo hagamos (remamos
por un compromiso adquirido en el pasado, por dinero o costumbre) o lo hacemos
hacia donde nuestro instinto nos dice que debemos ir?
No hay una respuesta adecuada. Una
nos lleva a la apatía y la desmotivación, a la tensión de ver como la distancia
entre lo que tenemos y lo que queremos cada vez es mayor. Y la otra, a remar
contracorriente. A enfrentarnos a quien una vez quisimos.
Así es la vida. Los valores son lo
que queda. Lo que nos distingue a unos de otros, nos hace diferentes. Lo que
condiciona nuestras decisiones y nuestro futuro. Solo hay que ser consecuente
con ellos. Y asumir que a veces, el amor se rompe de tanto usarlo.
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